4 de septiembre de 2011

El cuadro escondido



Ella miraba aquel cuadro que él le había regalado tiempo atrás cuando aún estaban juntos. Los paisajes del país en que se conocieron, en una foto tomada por algún fotógrafo intrépido de principios de siglo. Recorría con la yema de los dedos las sombras en blanco y negro de las montañas que se enmarcaban, reviviendo los recuerdos de su memoria. Eran las mismas montañas que ella había descubierto de su mano, cuando se escapaban del mundo que les separaba para vivir la magia que había surgido entre ellos dos.

La primera vez que había topado con aquel cuadro, éste relucía colgado en la pared de los viajes, como a él le gustaba referirse al pasillo de su casa, donde a medida que uno dejaba atrás la puerta de la entrada, le iban acompañando cuadros y fotografías de los diferentes lugares donde había estado. Ella se detuvo delante de esa pequeña pieza, reconociendo las montañas que él le había mostrado tiempo atrás. Cuan felices habían sido entonces ajenos a todo. Se sonrió recordando esa felicidad. La foto era muy bella.

La casa de su amante estaba repleta de cuadros, fotos y objetos de arte que él salvaba del resto de mercancías que importaba de su país natal. Así, su casa se había convertido en su mayor expositor, y cuando un amigo se enamoraba de una pieza, él no dudaba en traerle algo similar en su próximo viaje.

En una época en que la gente ya podía irse a comprar sus propios souvenirs, podía decirse que su negocio funcionaba bastante bien. Le permitía visitar a su familia y los lazos de parentesco que aún conservaba le facilitaban conocer los buenos artistas, artesanos y anticuarios del país. Su ojo para lo bello y lo singular hacía el resto. Entrando en la tienda que habían montado juntos en los alrededores del centro, se podían encontrar piezas únicas, que se diferenciaban de los iconos turísticos por excelencia. Así, a veces uno se preguntaba si realmente podía considerarse obra de arte un viejo utensilio de cocina, que otrora había servido para servir un plato de comida. La eterna discusión empezaba, y a la pregunta “¿Te gusta o no te gusta?” si se respondía con un si, se acababa comprando para el recibidor de casa o cualquier otro lugar de privilegio. Ella era feliz observándolo en sus ademanes simpáticos con los clientes. Durante un tiempo consiguieron una vida en común con ese negocio. Los dos habían puesto todo su empeño en hacerlo viable.

Lo que él llevaba para su propia casa recibía un trato diferente. Nunca se desprendía de sus piezas. Eso no lo sabía ella al principio, cuando él emocionado después de pasar un fin de semana juntos la obligó a quedarse aquél cuadro que tanto le había gustado. Ella no pudo decirle que no y sorprendida agradablemente por aquel impulsivo regalo, se llevó el cuadro bajo el brazo en su viaje de regreso a casa. Así, quedó un huequecito de yeso blanco en la pared de los viajes que él jamás reemplazaría. Mirando aquel espacio blanquecino se quedaba pensativo evocando las montañas de la foto que ya sólo asociaba a sus paseos con ella. Quizás fuera ese mismo huequecito el que le quedó en su corazón cuando se separaron definitivamente. No habían llegado a vivir juntos para retornar el cuadro a su sitio. Y ella... a ella también le sobraban los recuerdos, como le sobraba aquel cuadro escondido debajo de la cama que nunca había llegado a colgar. De tiempo en tiempo, lo sacaba de la vieja bolsa de papel con que estaba envuelto, le quitaba el polvo que se había colado por la abertura y comprobaba si dolía menos verlo de frente. Le daba un paseo por la casa simulando buscar un lugar especial. Tantas veces había pensado en devolverlo a su pared original… al fin y al cabo nunca había sido su cuadro. No lo hizo. En realidad ella tampoco quería desprenderse de él. Y así, uno y otro, parados ante aquel huequecito y el cuadro escondido, significaban el intercambio de amor de una obra de arte más grande aún que sólo ellos dos habían podido disfrutar.

2 comentarios:

Ester dijo...

A veces nos comportamos como el niño que fuimos y no queremos deshacernos de la vieja muñeca de trapo que nos une a algo intangible: la infancia, un amor, quizás una hipotética certeza.

Siempre me ha chocado mucho esa importancia que otorgamos a ciertos objetos. Y en cierto modo, a medida que avanzo por la vida, tiendo a querer desprenderme cada vez más de lo material.

Perdona el rollo. Me ha incitado a la reflexión.
:)

BLOG de Direccion y Desarrollo de Personas dijo...

Querida Ester,
siempre aportando tantísimo en tus reflexiones, y me has dado pie para trabajar otro post, el desapego,como el guerrero de Castaneda.
petons i gràcies